Hace alrededor de 15 años, hicimos un viaje a Misiones, la provincia de la tierra colorada y las tonalidades de verde más variadas que vi en mi vida.
Fuimos en dos autos. Por un lado nuestro hijo con su esposa y el hijito de alrededor de 3 años, y por otro mi esposo y yo, que aprovechamos esa circunstancia familiar para ir unos días antes y recorrer y disfrutar esos paisajes maravillosos.
Cuando llegó el momento de volver, los chicos, que tienen muy claro el concepto de “sembrar”, es decir “lo necesitás y yo lo tengo, te lo doy”, no tuvieron mejor idea que “sembrar” su auto, por lo que volvíamos todos en el nuestro. Hasta ahí ningún problema. Auto cómodo, entrábamos todos lo más bien, y tenía el bonus track de volver con ellos, así que todos felices. Todo venía bien hasta que impensadamente, un auto en estado excelente empezó a fallar. Estábamos parados, en medio de la ruta sin poder continuar. Pedimos un remolque, y nos hizo el favor a las mujeres y al niño de viajar en el asiento de atrás de la cabina, mientras que mi esposo e hijo debían viajar arriba del auto nuestro, colocado en la rampa de auxilio.
Hasta ahí todo bien, pero resulta que para subir a dicha cabina, había que saltar como 500 metros (para mí que nunca tuve un estado muy atlético y soy muy exagerada). Lo cierto es que era como un metro. Hice el primer intento, no pude. Hice el segundo intento, no pude. ¿Qué empecé a pensar? “No voy a poder, debí adelgazar unos kilos antes de emprender el viaje, soy una torpe”. Todo esto me lo decía mientras seguía intentando. Una vez, otra vez, A la tercera, parece que Dios se compadeció de mis lamentos interiores, porque yo seguía sin decir nada aunque mis pensamientos eran cada vez más negros, y me mandó un ángel o una legión de ellos para que me empujaran de la parte más trasera de mi cuerpo y me ayudaran a subir.
Una vez arriba de la cabina (te recuerdo que ya habían subido Mirtita mi nuera y Gian Luca el nieto más precioso que tuve hasta que empezaron a nacer los otros tesoros). Continúo. Subo, sudorosa, apesadumbrada, sintiendo que hice el peor papelón de mi vida con los intentos fallidos, y ¿qué me dice el precioso niñito de menos de tres años? “¡Babela, qué bien que subiste al camión!”. Sorprendida y embobada le pregunté a mi nuera si ella le había sugerido que dijera eso, y no. Esas palabras bendecidoras habían salido directamente de su corazón, y Dios las inspiró porque yo las necesitaba. ¿Te imaginás el impacto que tuvieron esas palabras en mi vida?
Aparte de la afición que tengo por cada uno de mis nietos, cada uno con su personalidad, cada uno con sus características, Gianlu el mayor, ya un hombre de 18 años tiene una unción especial. Yo le digo “la unción del bendecidor”. Y ¡qué importante es usar esta arma tan particular con la que Dios nos dotó para comunicarnos, como un instrumento que pueda decir, pero que pueda decir bien, no mintiendo, no disfrazando la realidad, pero sí destacando también lo bueno, dejando con nuestras palabras algo que edifique y no que destruya.
Con los años, y el trato personal con Dios fui aprendiendo a buscar la oportunidad de las palabras, y poder frenar mi lengua antes de herir o de decir algo inconveniente. Casi siempre lo consigo, aunque a veces “meto la pata”. Mi hijo, que ya es un hombre, tiene la particularidad de frenarme diciendo: “Te estás desubicando, mamá”, y yo trato de callarme y pensar lo que digo, para que si debe ser expresado pueda decirlo de otra forma “no desubicada”.
Ayer me pasó algo muy gracioso. Fui a la perfumería porque necesitaba una crema. Siempre me atiende la misma vendedora, simpática ella. Muy amable me preguntó cómo me había ido en la cirugía, y le conté que gracias a Dios bien, que si bien el tumor era maligno, lo habían podido sacar todo. Ella, en su afán de venderme algo más caro me dijo con cara de circunstancias, como si estuviera velando a alguien: “Hay que darse los gustos en vida, porque hoy estamos y mañana no sabemos”. Por supuesto, compré la crema que se adaptaba a lo que yo necesitaba y estaba dispuesta a pagar.
Salí de ahí. Iba caminando por la calle sola hacia mi casa, y recordé esas palabras y empecé a reírme a carcajadas. ¡Esas sí que habían sido palabras desubicadas en mis circunstancias! Cuando volvió mi esposo a casa y se lo conté, volvimos a reírnos, y a cada rato nos acordábamos y seguíamos haciendo bromas al respecto. Porque si se lo hubiese dicho a alguien deprimido, ¡lo mataba!
Padre, dame la gracia de saber qué callar, qué decir, y en ese caso cómo decirlo. Que mi hablar sea usado para llevar alegría, paz, compañía, bendición. Y sobre todo, Dios, ayudame a ser más “oreja” que “boca”. En el nombre de Jesús. Y en tren de pedir, Señor, no me vendría mal que me dieras la unción del bendecidor a mí también. Gracias. Te amo. Amén.