En este tiempo de fin de año, nuestro país frente a la asunción de un nuevo gobierno, se encuentra convulsionado por muchas incertidumbres. Medidas por aquí. Medidas por allá y tironeo de los comunicadores, de los que están de acuerdo, de los que no están de acuerdo, y nosotros, los que no tenemos nada que ver con las decisiones, seguimos sintiéndonos el “jamón del medio”, o mejor dicho, del “miedo”.
Los que forman parte del gobierno nos dicen que tenemos que sufrir, y los opositores nos dicen “¡Uyyy, cómo vamos a sufrir!”, y lo que yo por lo menos siento, es que todos necesitarían un poquito más de empatía en las comunicaciones, un poquito más de amor al tratarnos. Siento que todos ellos son los grandes ladrones de paz, y a eso me quiero referir.
Hace un tiempo que Dios está hablando a mi corazón acerca de la paz. Ayer mismo una amiga entrañable me recordaba un mensaje de nuestro pastor que decía que no debemos delegar en nada ni en nadie nuestro bienestar, es decir, nuestra paz. ¿Qué sería esto? Estaría bien si tuviera mucha plata, o si tal persona me demostrara su amor de tal manera, o si estuviera sana, o si tuviera casa propia, o si tuviera familia, o si no tuviera familia. Y la lista podría seguir, y podría variar de acuerdo a los intereses de cada uno.
Se acerca la Navidad, la clásica noche de paz, y resulta que en muchos casos, festejar ese día se transforma en algo traumático, que trae controversias familiares, disgustos, peleas, tristezas. Que si estoy solo. Que si estoy muy acompañado. Que si comemos asado. Que si hacemos toda comida fría. Que la ensalada de frutas da mucho trabajo. Que la haga ella que no hace nada. Que no ayudan a limpiar. Que porqué no pone la casa otro en vez de nosotros. Y muchas otras que se me ocurren y me dan risa, pero que vos seguramente ya te estás imaginando.
Ya te conté que provengo de una familia judía. Obviamente, al no creer que Jesús era el Mesías, la Navidad no se festejaba. Pero vivíamos en un barrio en el que todos nos conocíamos, y todos a nuestro alrededor comían cosas ricas, hacían fiestas y recibían regalos. Y eso hacía que yo me sintiera la peor de todas, todas las Navidades. Hasta que en su infinita misericordia, Dios me recibió en sus brazos cuando decidí entregarle mi vida. Y ahí todo fue distinto.
No, no pienses que mi familia es la familia Ingalls, y que la armonía reinó siempre y que nunca tuvimos problemas, y que nunca discutimos en Navidad. No. Tampoco pienses que de movida conocí el verdadero sentido de la Navidad, ni mucho menos. No soy tan perfecta como parezco.
Pero hace un tiempo que aprendí el significado de la Navidad, o por lo menos no que lo aprendí, sino que lo incorporé. Los ángeles les dijeron a los pastores: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra PAZ”. Me pongo en el lugar de María, y pienso: “¡Pobre! Tener que hacer un viaje de aproximadamente 100 kilómetros, embarazada, a lomo de burro, llegar al lugar para cumplir con la ley, y encontrar que ningún hotel tenía lugar, y que nadie se compadecía de su situación. Si yo fuera ella le diría a Dios: “Está bien, me elegiste, tuve que pasar por la vergüenza de estar embarazada antes de casarme, pero a su tiempo lo entendimos con José, y lo enfrentamos con amor, como se debía. Pero ¿ahora estoy a punto de parto y no tengo ni siquiera una cama para descansar y tener a mi hijo? ¿No es demasiado?
Sí, María. Era demasiado. Ya sabemos que el nacimiento en el pesebre no fue una escena romántica como la representamos cada Navidad. Tuvo lo suyo. Había mal olor, era incómodo, incluso hasta sucio. Me lo imagino a José, tratando de barrer un poco, de acomodar un poco, calmando a María para que estuviera tranquila, buscando entre el equipaje las telas limpias como para envolver al bebé, y diciéndole “todo va a estar bien” mientras se preguntaba: “¿Todo va a estar bien?”
Y todo esto, que es producto de mi imaginación me hace pensar en la PAZ. Porque en ese pesebre maloliente nacía quien por amor a mí y a vos se hizo todo hombre para traernos PAZ. Paz de adentro, del corazón hacia afuera. Paz a pesar de las circunstancias, paz de ya no mirar lo que me falta sino todo lo que tengo en él. Paz que no se altera si no tengo plata para comer asado o vitel thoné. Paz si estoy sola, si estoy acompañada. Paz. La paz que sólo él puede dar.
Y te cuento una intimidad. El delegar mi paz en el lugar correcto, en Jesús, hace que sea una disfrutadora de cosas pequeñas, chiquitas, que llenan mi corazón de gratitud a Dios, porque le pareció bien enviar a Jesús a nacer de esa manera tan rara, pero a la vez tan inspiradora.
Gracias, Dios por la PAZ loca, a veces injustificada, que no depende de las circunstancias. Gracias, porque Jesús dijo: “Vengo a darles mi paz”, y como todas sus promesas, lo cumplió y lo sigue cumpliendo. ¡Feliz cumple, Jesús!