¿El corazón me arde?

Escrito por
Mirtha Ferrari


Los que tenemos hijos grandes, que fueron alguna vez pequeños a los que procuramos preparar para enfrentar las circunstancias de la vida, en algún momento tuvimos que dejarlos hacer eso, nada más y nada menos que enfrentar las circunstancias de la vida y hacerse cargo de las decisiones que tomaran.

Por supuesto, aunque ellos no lo sepan, esto es una necesidad, pero que a la vez para nosotros es un gran trabajo. ¿Cuántas veces hubiéramos querido decir “por ahí no”, pero decidimos callarnos porque no correspondía hablar. Y  ¿cuántas otras hablamos, y nos dijeron: “Está bien, pero yo elijo este otro camino”? Son incontables.

Y estuvo bien, porque así debía ser. Porque debíamos confiar en lo que sembramos en ellos cuando fueron chicos, cuando estaban a nuestro cuidado.

Debo contar que no siempre actúo con toda esta madurez. Que me mando mis lindas macanas, es decir, que algunas veces intervengo tratando de inyectar “la sabiduría de la edad” y no es tomado demasiado amablemente. Si esto no ocurre con mayor asiduidad, debo decir que no es porque ya aprendí, sino porque mi esposo muchas veces me sugiere que no hable, que no diga, que espere, y eso es mucho más sabio que lo que tengo para decir.

La semana pasada estuvimos en un retiro de Adultos Mayores de nuestra iglesia. Me tocó participar en un grupo en el que todos teníamos entre 65 y 75 años, para reflexionar respecto a algunos temas. Tuvimos muy poco tiempo para explayarnos, porque éramos 10 u 11 personas. El tema era: Las expectativas. Primero las que creíamos que los demás tenían respecto a nosotros y después las que teníamos nosotros respecto a nuestra propia vida.

En el primer caso, los que somos padres, expresamos que sentíamos agobio por lo que se esperaba de nosotros. Algunos querían que hiciéramos cosas que no tenemos ganas de hacer: que fuéramos abuelos omnipresentes, que estuviéramos todo el tiempo pendientes de ellos, que no los molestáramos con nuestros achaques, que los recibiéramos nuevamente en nuestra casa después de haberse ido a hacer su propia vida, que nos cuidaban como cristales que pudieran romperse o que nos veían tan “súper padres” que no se daban cuenta de que teníamos necesidades. Y todos, todos, en mayor o en menor medida nos dábamos cuenta de que no queríamos o no podíamos llenar esas expectativas. 

Pero no todo fue tan dramático, porque cuando se trató de expresar las expectativas que teníamos de nosotros, no eran muy distintas. Aunque tenían un ingrediente más: la queja, y la inconformidad. ¿Por qué? Porque esas expectativas muchas veces eran inalcanzables, porque no se relacionaban con la realidad, y por eso nos frustraban y nos entristecían. ¿Y cómo se resolvía esto? Justamente cumpliendo aquellas que sí puedo realizar. Sería lindo, por ejemplo, escalar el Aconcagua. Pero ¿puedo hacerlo? ¿Me conviene? ¿No? ¿Qué puedo hacer entonces? ¿Sería más realista una caminata hasta que aguante, con mi botellita de agua, y con el GPS del celular para no perderme? Y sí.

Todo esto, que no era más que mirarnos “bien”, es decir, “en serio”, nos ayudaría a dejar de lado la queja y la frustración, y a poder dejar de llorar por lo que “no puedo” y disfrutar de lo que “puedo”, de lo que Dios aún quiere hacer en nuestra vida.

Esta mañana, meditar en todo esto me llevó al pasaje en el que después de la resurrección Jesús se aparece a dos discípulos cuando caminaban hacia Emaús. Me los imagino tristes por todo lo que no iba a suceder. En cierta forma defraudados por los acontecimientos. Diciendo cosas como: “Y bueno, ya está. Ya se terminó. Se fue el Maestro quien creíamos que nos iba a libertar del yugo de los romanos. Fue bueno mientras lo disfrutamos, mientras estábamos con él. Ahora hay que arrancar como se pueda nuevamente con la vida”.

Jesús, en su gran misericordia, se aparece ante ellos, y les recuerda que lo que pasó ya estaba escrito muy antiguamente por los profetas, y que era bueno que hubiera sucedido. Ellos lo invitan a comer, porque sin dudas, sus palabras los alientan. Estaban tristes y se sienten consolados. Esas palabras les recuerdan el verdadero propósito de todo lo acontecido. Y cuando lo reconocen, el Señor desaparece. Entonces se dicen uno al otro:

¿No es verdad que el corazón nos ardía en el pecho cuando nos venía hablando por el camino y nos explicaba las Escrituras? Lucas 24.32

¿No te dan ganas de decirle al Señor, no importa tu edad, si sos joven o mayor, ni tampoco tus circunstancias, ni en qué etapa de la vida te encuentres, “mi corazón arde cuando me hablás, cuando venís a mí y me declarás tu amor, cuando reforzás en mí la presencia de tu propósito”?

Padre Celestial, gracias porque sos un Padre perfecto, y tus expectativas sobre mi vida no son inalcanzables, porque tu propósito para mí puedo cumplirlo con tus fuerzas. Y  no importa lo que me digan o incluso me diga yo.Tu amor por mí está intacto, y mi corazón arde cada vez que me encuentro con vos. Te amo, Señor.