Papá (primera parte)

Escrito por
Lucía Salinas


Mi hermana Daniela tiene mucho de papá, en su carácter, en su capacidad de escucha, ella es un refugio, como él. Maxi camina como papá, cuando se emociona busca guardar la misma compostura que él, pasan los años y son cada vez más parecidos como distintos en su proceder, pero la mejor versión de ambos es lo mismo: la paternidad.

Naty es parecida físicamente a papá, le gusta el silencio tanto como a él y la privacidad, no le gustan las preguntas continuadas y que vayan más allá de los espacios que habilitan. Es decidida como él. Lástima, lo que más me gusta es preguntar. Con papá me unen charlas de cosas tan diversas como impensadas, autos, pesca, la naturaleza, la realidad política, le gusta preguntar, somos ordenados al extremo, podemos identificar a simple vista si nos cambiaron algo de lugar, no nos gusta eso mucho. Finalmente, papá se replicó en nosotros. Marcó rasgos de nuestra personalidad, construyendo algo que cada vez entiendo más, como una identidad familiar, un concepto que nos une pese a los disímiles que puedan ser nuestros caminos. Una unión y un sentido de pertenencia de la que fue despojado cuando apenas era un bebé de pocos meses. 

La historia de papá cuenta con cuatro escenarios geográficos, se forjó en infinitos dolores y humillaciones que ya no exterioriza, en noches a la intemperie, en interrogantes incesantes, en abandonos y mentiras, en identidades sustituidas, en olvidos y rigidez, en lágrimas incontables, en silencios y más silencios que fueron irrumpidos por Elena, por mamá, porque a medida que crecemos, concluyo cada vez más en la misma idea: la historia de papá se escribe a través de mamá. Quizás fue ella la primera en decirle que lo amaba y expresarle qué significaba eso, ella fue la posibilidad de que creyera en una familia y el hecho concreto de formarla. Mamá fueron los miles de abrazos negados, y el extremo cariño al que todavía le huye papá, pero se entrega, ella le ganó esa batalla hace muchos años. Mamá, seguramente, fue la caricia que nunca recibió con ternura y todos los cumpleaños que a él no le gustan celebrar pero que ella le celebra con tortas, cenas, amigos y alegría.

Pensar en el pasado de papá es pensar en nuestra familia, una que estuvo atravesada por su orfandad, por su falta de identificación primaria, por aquella dudosa fecha de nacimiento, por los años que lo llamaron Carlitos Morales cuando se llamaba Víctor Salinas. Un apellido que continuó aunque se lo negaron durante gran parte de su infancia. Papá tiene cuatro nietos de apellido Salinas: Abelo lo llama uno, los mellizos entendieron que el dormitorio y escritorio son el lugar sagrado del Abuelo Víctor, y corretean alrededor, pero se frenan al acercarse a esa puerta, y le golpean la puerta con sus pequeñas manos, para darle un beso, para preguntarle si está bien. Papá se replicó en ellos también.

Hace poco, un jefe me preguntó por qué no escribía esta historia. Eso hago, escribo historias, cuentos cosas que a muchos no les gustan, otras que enojan, otras que sólo interesan a un reducido círculo. Soy periodista, creo que lo soy desde antes de decidirlo, por preguntar, por la curiosidad inagotable, por buscar siempre más allá, por desconfiar, por volver a preguntar, porque escribir trasciende la elección para ser una forma de ser, un vehículo, un rasgo distintivo. Y acá estoy, escribiendo algo sobre esta historia que es el ADN de la familia Salinas.

Creo en pocas cosas, pero la vida de papá me hace creer en algo más siempre. Jamás me atrevería a decir que Dios no existe, fui formada en un hogar cristiano pero no significa nada. Creer a veces es animarse a no poder negar, porque hay algo que no logramos definir expresamente con una frase o razonamiento. En este caso, porque nunca pondría bajo discusión su propio argumento. Papá siempre dijo que un día, de muy joven, con una vida ajena y desecha, sin familia, sin identidad, con dos nombres en su haber y sin arraigo a ninguno, se arrodilló en el campo y con los brazos extendidos y su mirada hacia el cielo le pidió a Dios que le diera un motivo para vivir, que si nadie iba a explicarle el abandono cruel, inmerecido que le tocó atravesar, que al menos alguien le concediera el sentido de la permanencia en esta tierra. Algo pasó ese día, nunca contó mayores detalles, quizás porque esa charla fue y será sólo de ellos dos, quizás porque sellaron un pacto de confidencialidad entre lágrimas y silencios que su alma quebrada y despojada de afectos, pudo decodificar y sentir que valía la pena. Ese día es de ellos. ¿Quién podría tener la osadía de refutar, de hablar de existencia o inexistencia? Yo no lo podría hacer, porque creo en ese día.

Pero la génesis de la historia empezó poco más de 18 años atrás de aquella conversación privada. Bajo el nombre de Víctor Manuel Salinas, papá nació en el Hospital Rivadavia que para profundizar el misterio de la historia de sus orígenes, sufrió un incendio perdiendo todos sus archivos. Su madre biológica, Juana fue a tenerlo bajo la promesa de que podría conservarlo mientras trabaja como doméstica de Clorinda M. Ingenuidad a sus 16 años, la necesidad de un techo ya que estaba indocumentada recientemente llegada de Chile, todo confluyó en una creencia que no fue tal. Le dio nombre y apellido pero nunca pudo criarlo, ni ejercer su maternidad.

Un pequeño departamento en el barrio de Ciudadela, una ventana de pocos centímetros por los que veía a otros niños jugar en un patio. Esa actividad inherente a la infancia le era desconocida, le fue negada, nunca la experimentó. Papá tiene pocos y difusos recuerdos de esa primera infancia, quizás porque la memoria opera como un escudo protector sobre las emociones, sobre todo cuando las mismas son dolorosas. En esos pocos metros cuadrados siendo apenas un niño, pasaba la mayor parte del tiempo solo. Pero un día Clorinda M. decidió que debía volver a Jujuy donde tenía campos junto a su pareja. En el norte del país se comenzó a escribir otro capítulo de la historia imprimiendo un olvido mayor: el de su propia identidad.

Para ese entonces, ya con unos pocos seis o siete años -porque todas las fechas son estimativas-, Papá vivía en el campo con Clorinda y su esposo, a ella le decía Mamá por imposición de las circunstancias seguramente, no por convicción del corazón. De ese tiempo hay en su memoria una castigo, un capricho, un enojo, un berrinche que lo llevó a levantarle la mano a su madre, la consecuencia fue un castigo cruento: lo metieron dentro de una bolsa arpillera y pasó una noche colgado en la oscuridad, a la intemperie. “Costumbres de campo”, solía decir cuando lo contaba. La crueldad asume diversas formas.

En ese período lo anotaron en una escuela rural. Entonces, Clorinda no tuvo otra opción que inscribirlo con su nombre real, porque ella siempre lo llamó Carlitos Morales porque siempre quiso un hijo con ese nombre, poco le importó que él ya portaba un nombre y apellido. La anécdota se circunscribe a una reducida aula de escuela, una de condiciones precarias, signada por el calor de la zona, por la tierra de su camino uno que él recorría solo, a caballo en el mejor de los casos y muchas veces caminando. Nunca me detuve a pensar qué se cruzaría por su cabeza durante esos muchos kilómetros que caminaba solo, sin nadie que lo tome de la mano, sin nadie que lo acompañe o lo espere al concluir la jornada escolar. Quizás pensó que aquello era normal, que era lo propio de una familia. La maestra que no tiene rasgos asignados en su recuerdo, tomó la lista y comenzó a conocer a sus alumnos, en el orden alfabético llegó a la “S”, Salinas Víctor Manuel, repitió en varias ocasiones. Papá se daba vuelta buscando a su compañero que no era nada más ni nada menos que él mismo, él se autopercibía como Carlitos. Ese día se le reveló otro nombre, su nombre.

Uno, dos, tres fueron quizás los abandonos que contabilizó Papá. Clorinda lo dejó a cargo de su padrastro en el campo, teniendo unos nueve años. Se fue, no dio explicaciones, ella también era de pocas palabras. Aquellos días de camino recorrido a caballo hacia la escuela se terminaron, y fueron reemplazados por un tractor para trabajar en el campo, por tareas que ningún niño debería hacer. Conoció el trabajo a los nueve años y desde entonces nunca dejó de trabajar.

Otra ventana poco precisa en su infancia, pero recuerda que Clorinda regresó sin mayores explicaciones, él claramente no era el mismo, era un niño abocado a trabajos de campo, criado por un hombre que no lo quería y que siempre siguió llamándolo Carlitos. Hay algo que siempre destaca Papá de aquella madre, fue quien le habló sobre una fe cristiana y bajo ese paraguas lo llevó a Mendoza donde volvería a abandonarlo. Papá pisaba su adolescencia, era seguramente delgado, ojos profundos, abundante cabello y manos curtidas. No hay fotos de él, nunca supimos cómo era de niño, ni cómo vestía, tampoco hay registros de una fecha que nunca le celebraron, los cumpleaños de cada 7 de agosto. Un matrimonio lo rescató de la calle. En ese entonces, conoció los bancos de las plazas, el piso como colchón, los diarios como resguardos del frío. De esa vida en la calle lo salvaron y después le abrieron un camino inesperado.

“Me moría de hambre y pedí entrar a la Marina”, cuenta Papá. Le consiguieron su partida de nacimiento y a los casi 16 años se reencontró con su nombre nuevamente, Víctor Manuel Salinas. Entrar a la Fuerza marcó un hito en muchos aspectos: allí obtuvo su primera fotografía, un primer retrato de cómo era en ese entonces y que aún conserva en su escritorio. Conoció la amistad, tuvo camaradas, incluso tuvo apodo, le decían “pollo”. Tenía cuatro comidas diarias, una cama que sentía propia y un sentido de la vida ordenada que nunca le habían enseñado. Esos años le abrieron otra posibilidad, la de estudiar y fue allí donde se formó y aprendió el oficio que mantuvo hasta hace pocos años cuando se jubiló: electricista del automóvil.

La Marina fue una suerte de familia para Papá, de lugar, de sentido de pertenencia. Y aunque había podido saldar algunas carencias, su permanente inquietud era el origen de su madre, siempre supo que Clorinda no lo era. Entonces desde la Marina pudo rastrear algunos datos, y dio con un nombre: Juana Zatinea Salinas Jara. Allí estaba el nombre de su madre a la que sólo podía imaginar, a la que posiblemente imaginariamente siempre le preguntaba “¿por qué?”. Es una pregunta que sin pensarlo, iba a poder pronunciarla muchas décadas después en persona con una respuesta que lo sorprendería sobremanera.

Para ese entonces, tenía una vida más acomodada pero vacía como siempre señala él. Los pormenores del lugar en el que se encontraban derivaron en un viaje a la Antártida por unos meses, donde reparaba en esa tierra blanca camiones y maquinaria de la Marina pero a su regreso tras un problema con un superior, las opciones se acotaban y el riesgo de una baja deshonrosa era inminente, pero como aquel matrimonio que lo rescató en Mendoza, apareció otra persona que conocía un poco de su historia y para resguardarlo lo envió a Río Gallegos, destino considerado un castigo en aquel entonces, pero que impensadamente se convertiría en la salvación para Papá. En esa tierra desolada y de frío extremos, se empezó a construir otro capítulo en su historia, donde aprendería sobre otra cosa que le había sido negada: el amor.