Mis hijos tuvieron una etapa en la que hacían como que no escuchaban cuando les pedíamos algo, o los mandábamos a hacer alguna tarea.
Después de repetir lo mismo cada vez en un tono más alto, cuando nos acercábamos ya con cara de poco amigos, y para retarlos, nos decían haciéndose los “santos”: “¿Me hablabas a mí?” o “perdoname, no te escuché”. Por supuesto esta actitud no sólo no los excusaba de lo que tenían que hacer, sino que a eso se agregaba algún castigo, como un día sin tele, o sin caramelos, o sin algo que les gustara mucho.
De todos modos, a mi esposo y a mí siempre nos quedó la duda. Terminamos comprendiendo ahora, a la distancia, que ese “castigo” se aplicaba directamente a nosotros, debido a lo “densos” que se ponían.
Pero, como dice el refrán y no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo soporte, los chicos crecieron, gracias a Dios, formaron sus hogares, gracias a Dios, se fueron de casa, gracias a Dios, y se convirtieron en personas de bien, gracias a Dios. Y ahora, aunque no estamos muy seguros de que sea un sentimiento “muy cristiano”, y aquí, entre nosotros, confieso que es muy dulce cierto sabor de revancha que sentimos, cuando los vemos muy serios, lidiando con las travesuras de los hijos propios.
Te estarás preguntando porqué esta introducción tan larga, y qué tiene que ver con el título. Ya va. No te impacientes. En nuestra iglesia hemos formado unos grupos en las casas, donde nos juntamos con regularidad a estudiar la Palabra y a comer, a compartir motivos de oración y comer, a orar juntos y comer. Son grupos muy importantes donde se puede tener un sentido de pertenencia y comer. Aunque como te imaginarás, comer no es el “único” objetivo.
En este tiempo estamos viendo unas reflexiones pertenecientes al pastor Marcos Brunet, cuyo título es Intimidad con Dios. En la primera de esas reflexiones, se encendió en mi alma y en mi corazón una frase como si estuviera iluminada con luces de neón: NO SE TRATA DE CUÁN FUERTE HABLA DIOS, SINO DE LA ATENCIÓN QUE YO PONGO PARA ESCUCHARLO.
Y estas palabras me remitieron a mis hijos cuando elegían no escuchar lo que les decíamos. Muchas veces le digo a Dios, cuando siento que no hay respuestas para mí “¡Hello! ¿Estás ahí?” y nada. “Sé que harás que tal cosa no me suceda, tengo fe”. Y me sucede. Entonces me pongo un poco ansiosa y cambio la forma de preguntar y le digo como los chicos cuando emprendíamos un viaje: “¿Falta mucho? ¿Hasta cuándo? Y nada.
Padre, ya sé que nunca me dejás sola. Ya sé que donde yo estoy vos estás conmigo. Ya sé que nada de lo que me sucede te es ajeno. Lo sé, pero a veces no te escucho, no te siento. Porque mi alma está golpeada. Por eso, porque necesito más que nunca escuchar tu voz, le cambio la pila a mi “audífono espiritual” y me digo: “Bendice alma mía a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios” (Salmo 103.2). En el nombre de Jesús. Amén.