De la abundancia del corazón…

Escrito el 09/06/2023
Mirtha Ferrari


¿Te pasó alguna vez estar frente a una situación en la que te das cuenta de que no tenés palabras apropiadas que puedan respaldar tus sentimientos, de manera tal que los describan cabalmente? A mí me sucede cuando algo me enoja o me da rabia, y prefiero callarme para no “meter la pata” como se dice vulgarmente.

Cuando recién me convertí, casi una de las personas con las que comencé a relacionarme fue el inefable Don Julio, “Donju”, quien con el tiempo sería mi suegro, y a quien Dios usó, como a tantas otras personas a lo largo de mi vida, para bendecirme.

Don Julio, cuando lo conocí ya se encontraba ciego por la diabetes (pensemos que hace más de 50 años, y estas cosas que eran comunes entonces, ahora son totalmente evitables), era una persona alegre, a quien le gustaba mucho hacer bromas y que cuando se reía se le movía el bigote de forma muy graciosa. 

Recuerdo el día en que lo conocí. Aún no estaba de novia con su hijo. Él llegó a la puerta del templo tomado del brazo de mi esposo, y a voz en cuello preguntaba por mí, porque quería que nos presentarán, dado que le habían hablado de una chica de la que Sergio estaba enamorado. Como se imaginarán, estas cosas no eran comunes en esa época, y yo quería desaparecer, tanta era la vergüenza que me produjeron sus palabras. 

Sin embargo, ya sea porque mi suegro era una persona súper cariñosa, o ya sea porque yo andaba escasa de amor paternal, este hombre me conquistó para toda la vida, a pesar de que falleció bastante joven, después de estar muy enfermo varios años.

Don Julio, alias Tito, tenía una voz potente de tenor. Entonaba los himnos a voz en cuello. Se los sabía de memoria, y cantaba fuerte, fuerte. Tenía la particularidad de que a veces se dormía en los cultos, cosa que disimulaba con su ceguera y cuando le hacíamos bromas al respecto, nos “tapaba la boca” recitando casi de memoria todo el mensaje que se había transmitido. ¿Cómo hacía? No sabemos. Dormido estaba, porque hasta se escuchaban unos pequeños ronquiditos que así lo indicaban. Ese fue un enigma que nunca llegamos a dilucidar.

Don Julio era un padre cariñoso, pero algo que me impresionó  fue lo amoroso que era como esposo, en una época donde serlo, más que una señal de madurez o de amor, era una señal de debilidad. Cada aniversario de casados se ocupaba de que alguno de nosotros le comprara a doña Emilia, su amada, el perfume que había usado en la boda, y  que consiguiéramos un ramo de camelias blancas, que eran sus preferidas, cosa que con el tiempo se iba complicando más y más. ¿Seguirá existiendo ese tipo de flores? Hace mucho que no las veo.

Así como don Julio cantaba los himnos de memoria, de la misma manera recitaba versículos bíblicos, y eso me encantaba. Pero uno en particular, lo decía permanentemente en forma de “reto” cuando discutíamos por algo: “de la abundancia del corazón habla la boca”. Estas sabias palabras, que son un proverbio dicho por Salomón, no siempre nos caían bien, porque las aplicaba cuando estábamos hablando cosas que si estaban en nuestro corazón, no debían estar allí, porque eran una falta de respeto, o  representaban sentimientos desajustados, incompatibles con el amor de Dios que habitaba en nosotros. Debo confesar que cuando escuchaba esta frase me sentía frustrada, y siempre aparecían palabras que podrían justificar éstas que no debían haber sido dichas.

Con el tiempo, Dios fue moldeando mi carácter, y un tiempo después y hasta ahora, me encuentro enseñando y remarcando estos textos que nos ayudan a relacionarnos sabiamente, sobre todo en el matrimonio, que es la tarea para Dios que abrazamos con mi esposo hace tanto tiempo, y que amamos más que ninguna. Y no se trata de que en mi corazón se agolpen un montón de insultos que me vienen para decir, y no digo por propia decisión. ¡No! Se trata de llenarme, de tener abundancia de cosas buenas.

“¡Claro!” (estarás pensando). “A ella porque le va bien en la vida, y entonces no tiene que pasar por todo lo que tengo que pasar yo, que tengo que estar defendiéndome de que no me ataquen, y de que no me pasen por arriba, y tengo que hacerme respetar, porque si yo no me hago respetar, todos me pasan por encima. ¡Qué fácil que es para ella!” ¿Acerté? ¿Sabés por qué? Porque yo ya estuve en ese lugar, y porque yo pensé todo eso y mucho más.

 ¿Qué quiero decir? Que me di cuenta de que puede ser que alguien me haya ofendido. Puede ser que esa persona sea muy importante para mí y esto me produzca mucho dolor, pero seguir echándole la culpa de todas mis desgracias no me hace más feliz. Que decirle “de todo” en pos de la justicia no me hace justicia a mí y mucho menos a ella. Que depende de mí estancarme en el dolor, en la tristeza, en el sufrimiento, o decidir como dicen los españoles “pasar página”, soltar perdón y por fin disfrutar de la libertad que me da el Señor. Porque probablemente esa persona no merezca que la perdone, pero yo sí merezco perdonarla.

 Y sí. Hay alguien muy interesado en darnos “abundancia de corazón” y ese es Jesús. Él cargó en la cruz con nuestro dolor. Sí, hasta con ese imperdonable que te llena de amargura, así como me llenó de amargura a mí. Hoy, si estuviera don Julio podría decirle: “cuesta, Viejito, pero gracias a Dios, esa abundancia no proviene de mi historia, sino de la transformación que hizo Jesús de mi historia, cuando acudí a la cruz en busca de ese perdón, en busca de ese perdonar aunque cueste”.