Hay un dicho popular que dice: “El que calla, otorga”, que en otras palabras significa que si me mantengo callada, demuestro que apruebo lo que se me dice. Siempre, siempre me gustó la capacidad de hablar (no hace falta que lo diga a los que me conocen y me “sufren”). Por lo tanto, siempre fui menos “calla y menos otorga”. Mi mamá me decía: “Vos si no la ganás, la empatás”, a lo que irremediablemente seguía en un tono de voz mucho más alto: “¡Callate! ¡no me contestes!” seguido por lo menos de alguna penitencia si estaba ella en un buen día. Si no, se imaginarán los que tienen más o menos mi edad, que se venía el “Zapatazo terapéutico” que dejaba dolorido mi ánimo, pero casi siempre cierta parte creada por Dios para sentarnos.
También desde muy chica sentí la necesidad de expresarme escribiendo. Recuerdo que una de las primeras cosas que me decían mis maestras irónicamente cuando les presentaba algún escrito era “valga la redundancia”, referido a cuando en mis narraciones incurría en los “salí afuera” o “entré adentro”. Hasta que aprendí que con decir “salí” o “entré” ya alcanzaba.
También aprendí el significado de los sinónimos, que viene a ser decir lo mismo pero con otra palabra. Y acá se empezó a complicar un poco más. Porque había que acudir al “mataburros” (así le decían en mi casa refiriéndose al diccionario). Con el tiempo entendí que mis padres me mandaban a buscar en ese libro de letras chiquitas, porque a veces ni ellos mismos sabían la respuesta a mis preguntas permanentes.
De esa manera, aprendí a amar el diccionario, que vendría a ser el Google de hoy, sólo que requería de paciencia para buscar, y buena vista y buena luz para poder leerlo por su letra chiquita. Con algunos de mis primeros sueldos logré comprarme uno de 4 tomos que aún está en mi biblioteca. Me encanta ver cómo les llama la atención a mis nietos, porque les es desconocido en esta era de la tecnología en la que quedó absoluta y totalmente reemplazado por tantos recursos mucho más accesibles de leer y sobre todo, de transportar.
Te sigo contando. El amor por el idioma empezó a crecer en mí cuando descubrí el diccionario. Tanto fue así que uno de mis pasatiempos preferidos era encontrar palabras “difíciles” e incorporarlas naturalmente a mi lenguaje, dándome aires de sabihonda. Era muy común en mí por ejemplo decir estoy “derrengada”. Esa palabra me encantaba porque casi nadie sabía de qué hablaba. Muy probablemente algunos habrán pensado “¡Pobre! ¡Qué enfermedad rara se pescó!” y lo que yo había expresado era nada más y nada menos que: “estoy cansada”. Con el tiempo maduré (eso espero) y me di cuenta de que más que demostrar todas las palabras que sé, me importa que me entiendan cuando hablo, cuando escribo, cuando me expreso.
Hay otro dicho popular que dice que “uno es esclavo de lo que dice y amo de lo que calla”. Esto siempre viene a mi mente, porque los parlanchines sabemos que es más fácil decir algo inapropiado cuando el decir es mucho, o mejor dicho, (¡valga la redundancia, ya sé, señorita Esmeralda!) “meter la pata” expresando algo de manera incorrecta o inoportuna.
En la Biblia muchas veces se hace referencia a la palabra. Qué decir, qué no decir, cómo decirlo. Encontramos:
¿Acaso puede brotar de un mismo manantial agua dulce y agua amarga? ¿Acaso una higuera puede dar aceitunas o una vid, higos? No, como tampoco puede uno sacar agua dulce de un manantial salado. (Santiago 3.11 y 12)
Y esta comparación que hace el apóstol, que se cae por su propio peso, se refiere nada más y nada menos que a la lengua, es decir a las palabras que decimos. ¡Qué importante es proteger a mi alma de esas palabras que la ensucian, que no son consideradas “malas palabras” pero que yo sí sé que lo son! Son esas palabras dichas con soberbia, o con maldad encubierta de buenas intenciones. Son esas palabras que hieren con “verdades” que deben decirse bien o ser calladas. Son esas palabras que esclavizan, que cortan libertades dadas por Dios, que ponen en cárceles emocionales, algunas incluso de las que el Señor ya nos ha librado a nosotros. Son esas palabras que se transforman en maldiciones, que atan y abren puertas al enemigo. Son esas palabras que a veces hasta niegan la verdad de la Palabra declarada por Dios. Son esas palabras que me perjudican a mí y a los que me rodean, hasta a los que amo.
¡Padre Celestial, qué precioso don nos diste al poder expresarnos con palabras! Sí, Señor, es un precioso regalo, y hoy lo traigo a tus pies, no porque no lo quiera o porque lo desprecie, sino porque me doy cuenta de la responsabilidad que implica tenerlo. Ahora, Dios, en el nombre de Jesús, te ruego que transformes mi hablar, y me hagas un instrumento de tu paz, como dijo alguien alguna vez. Usá mis palabras y llenalas de tu Palabra, para que sólo sean un manantial de agua dulce, que bendiga y haga bien. Te lo ruego. Gracias, Señor. Te amo