¡La última alternativa!

Escrito el 07/07/2023
Mirtha Ferrari


Muchas veces escuché que el tiempo es como un colocador de paños fríos, y que con su transcurrir, las cosas que vivimos toman una dimensión distinta. No es mi caso. Puede ser que algunas circunstancias las haya olvidado, o las recuerde un tanto distorsionadas, pero siempre, siempre son impresionantes.

Recuerdo el día en que se perdió nuestra hijita de 3 años, en una galería comercial. Ella estaba al lado mío. Habíamos comprado unas medias especiales con puntilla para ella, quien junto a su hermano 2 años mayor oficiarían de cortejo en un casamiento esa misma noche. Íbamos caminando por esa galería sin tomarla de la mano. De repente nos encontramos con una persona conocida, y nos pusimos a charlar. Cuando quise darme cuenta, mi hijita había desaparecido.

Al principio, no me preocupé demasiado. Acudí inmediatamente al negocio que recién habíamos dejado, pero no estaba allí. Empecé a recorrer la galería, negocio por negocio, y nada.

Preguntaba a la gente si había visto a una nenita morocha, chiquita, con corte “carré”, flequillo, y nada. Nunca supe el significado de la expresión “se la tragó la tierra” hasta ese momento en el que literalmente lo sentí.

¿Cómo podía estar pasándome esto a mí, que era poco menos que una madre “perfecta”? Justamente por eso, porque no era perfecta aunque me lo creyera. En mi universo, una situación similar estaba destinada únicamente a esas madres descuidadas, que no tenían noción de los peligros que acechaban a los niños. Y yo nunca me hubiera clasificado dentro de ese grupo.

Salí de la galería, y empecé a recorrer la calle, desesperada. A esta altura ya no podía pensar fríamente, evaluar la situación y definir una estrategia. Miles de pensamientos vinieron a mi mente. ¿Y si la secuestraron y no vuelvo a verla más? ¿Llamo a la policía? ¿Cómo le explico a mi esposo mi descuido? ¿Y los novios? ¡Se quedaban sin cortejo! Te darás cuenta que mi cabeza caminaba a 1000 km por hora, pero no así mi razonamiento.

En medio de mi locura, tardé tanto en acudir a quien sí sabía dónde estaba mi hijita y quién la tenía. Como último recurso, alcé mis ojos al cielo y grité desesperada: “¡Dios!”.

En ese momento comprendí plenamente el significado de la palabra Providencia. Es el cuidado específico que Dios tiene de las personas. De más está decir que mi hijita apareció. Había recorrido como dos cuadras, cruzado calles lo más tranquila, entretenida mirando vidrieras. Las personas que la encontraron me dijeron de todo con justa razón. Yo, que me las sabía todas, bajé humildemente la cabeza, agradecí a todos y como pude, porque me temblaba hasta el pelo, tomé a mi hijita de la mano, me subí a un taxi, y llegué a mi casa, me senté en la cama y me puse a llorar, dando rienda suelta a todos los sentimientos que me habían embargado en esos minutos terribles que acababa de vivir.

El tiempo pasó, mi hijita tiene hijas ya más grandes que ella cuando se perdió, y si vamos juntas por la calle aún tengo la tentación de tomarla de la mano, por temor a que se me escurra nuevamente. Sigue siendo mi hijita.

Lo que pasa es que la vida es linda, pero tiene esas encrucijadas, esos atajos, esos caminos que nos parecen correctos como dice el Proverbio y no lo son, que nos hacen difícil vivirla. Esto no es porque Dios deja de cuidarnos o porque no le importamos. Es porque en su Creación nos hizo libres, y somos nosotros quienes según nuestro real entender y parecer nos soltamos de su mano, o no buscamos su dirección porque “yo lo sé todo”.

Padre, reconociendo tu cuidado y tu amor, te pido perdón por todas esas veces que me suelto de tu mano en contra de tu voluntad, creyendo que el camino que elijo es el correcto. Gracias por enviar a tus ángeles a cuidarme. Te amo, más que a nada, Señor. En el nombre de Jesús. Amén.