Esta frase me retrotrae a algunos años atrás, cuando nuestros hijos vivían con nosotros. Y no hacían algo que debían hacer, o hacían algo que no debían hacer. Es que los niños, ya desde la panza, empiezan a marcar nuestro rumbo, o al menos pretenden hacerlo.
Acá aparecen en escena los “castigos”, las “penitencias” que van perdiendo efecto a medida que van creciendo. Si tiene un año, sentarse a pensar 1 minuto, si tiene dos años 2 minutos, y así sucesivamente. Pero pronto dejan de tener efecto, porque el pensar a veces lo usan para pergeñar la próxima travesura.
Mis hijos, nosotros creíamos que porque eran varón y mujer, peleaban bastante entre ellos. Pero cuando se asociaban, ahí sí, era porque estaban en algo “turbio”. Mi pelo naturalmente es enrulado y, a la vez, tengo mucho pelo. Los chicos iban atrás en el auto, que además era el lugar donde las peleas se acrecentaban. Le habíamos comprado a cada uno un paquete de unos caramelos chiquitos, totalmente azucarados llamados “Gotitas de amor”. Como dije antes, no sólo no se peleaban sino que se reían muchísimo. Mi esposo y yo nos miramos azorados, y con una sonrisa complaciente que significaba “estamos haciendo bien las cosas, ¡qué bien se portan!”
Así estuvieron un largo tiempo, hasta que, instintivamente, tiro mi pelo hacia atrás, y palpo algo duro. Sigo investigando con la mano, y había más y más de esos elementos no identificados adheridos a mis rulos. Le pido a mi esposo que me mire, y su primera reacción fue de risa, aunque cuando se encontró con mi mirada cambió inmediatamente de actitud, y me contó de qué se trataba esta vez. ¡No! Se habían entretenido mojando con saliva cada uno de los caramelos, y los habían colocado en mi pelo estratégicamente decorándolo cual árbol de Navidad.
Obviamente, fueron castigados privándolos de algo que les gustaba durante un mes, porque mi enojo fue terrible. Menos mal que tengo mucho pelo, porque para despegarme los caramelos tuve que cortarme alguno de los rulos.
Esta travesura, que en el momento tomé como algo terrible, con el paso de los años la recuerdo con mucho cariño, y siempre con una sonrisa. Porque fue eso. Una travesura que no pasó de ahí.
Después llegó la adolescencia y empezó la edad de los permisos para actividades que prescindían de nosotros, y para lo que muchas veces nos colocaron en encrucijadas. Porque entrábamos en arduas negociaciones.
¡Dale! ¿Sí o no? Fulanito o Fulanito van. A ellos los padres los dejan. Y nosotros respondíamos a eso: “Acá nuestro hijo sos vos, no Fulanito, y nosotros somos responsables por lo que te pase a vos, no a tu amigo”.
Otra frase que los chicos nos recuerdan es que cuando la respuesta era negativa y soltaban algunas lágrimas, o se quejaban, nosotros les decíamos en forma dramática: “Prefiero que llores vos y no yo”. Y ellos no entendían que ellos lloraban por la impotencia frente a algo que querían hacer y se les negaba, pero que si llorábamos nosotros iba a ser porque algo malo les hubiera acontecido. Y situaciones como esa se iban multiplicando junto a los días que pasaban. Obedecer cuesta, les decíamos. Y esa no era una frase así nomás dicha para convencerlos.
Si bien nuestros padres ya no marcaban qué sí y qué no, nosotros estábamos y estamos interesados en ser obedientes a nuestro Padre Celestial. Y obedecerlo duele muchas veces. Ese negocio, mediante un atajo podría cerrarse más rápido, pero obedezco a Dios y duele. Me olvidé de hacer algo que era mi responsabilidad y con una mentira zafaría, pero elijo obedecer a Dios y sufro las consecuencias. En una conversación, respondí de forma inadecuada, más fácil es justificarme, pero me hago cargo y obedezco a Dios, pero duele.
Dios, en esto conoceré que te he agradado: en que mi enemigo no cante victoria sobre mí (Salmo 41.11 DHH)
Este versículo llamó mi atención hace mucho tiempo, y hoy quiero compartírtelo. En mi experiencia casi cada día debo elegir en varias oportunidades qué hacer o qué decir. Y cuando me toca hacerlo, aparece en mi memoria, y me ayuda a tomar esa decisión. ¿Por qué? Porque si siento que esa actitud pondrá contento al diablo, prefiero siempre el dolor de obedecer.