Esta frase, del estribillo de una canción de Julio Jglesias, describe muchas veces mi estado de ánimo, cosa que no me enorgullece. Pero te lo comparto, porque sé que muchas veces te identificás conmigo (de paso te agradezco mucho que me lo digas cuando nos vemos).
Empecé a escribir estas notas abriéndote mi corazón. Te cuento lo que me pasa, y casi siempre, mientras lo pongo en palabras, mientras lo escribo, Dios me habla. Porque siempre que dispongo mi corazón, puedo encontrar su voz. ¡NO! Por ahora no con voz audible. Pero siempre en su Palabra, la Biblia, en algo que me ocurre, o a través tuyo, cuando tenemos una charla.
Si bien es cierto que esta reflexión llega a muchas personas, me gusta pensar que es un diálogo entre vos y yo, entre amigos que tienen un mismo sentir, que sufren, se alegran, atraviesan situaciones adversas a veces provocadas por ellos mismos, encuentran recursos, estrategias, lloran o ríen, o lloran y ríen a la misma vez, como yo, como vos.
Ayer me caí. En casa, de forma muy absurda. Me enredé con unos cables que estaban puestos desordenadamente en un pequeño espacio, calculé mal y me caí. Tengo algunos dedos de la mano izquierda de color azul verdoso, que por supuesto me duelen, tengo un golpe en la frente, también del lado izquierdo, y un dolor hoy soportable a nivel de las costillas en el lado derecho. ¿Cómo hice para golpearme todo eso a la vez? No lo sé. Lo que sí sé es que me dio mucha rabia, de esas que te hacen apretar los labios para no llorar, y terminás llorando igual. ¿Por qué? Por rabia, por impotencia, por tantas cosas que vienen a mi cabeza que se llena de “pajaritos” que no cantan precisamente, sino que acusan.
¿Por qué calculé mal? ¿Por qué no tengo más cuidado? ¿Por qué no ordené primero los cables antes de intentar pasar? ¿Acaso no sé que los golpes son peligrosos a mi edad? ¿Por qué no evité la caída? Todas esas preguntas y muchas más aparecieron en mi cabeza, y sumadas a los dolores físicos que sentía, me hicieron sentir una cucaracha, pero no una cucaracha feliz porque encontró un lugar sucio donde alimentarse ella y sus amigas. ¡No, no, no! Una cucaracha aplastada. Y así, aplastada como me sentía, me acosté en la cama y lloré amargamente mi “desgracia”.
Me gustaría estar contándote que cuando me levanté del suelo alcé mis ojos al cielo con gratitud a Dios porque no había sucedido nada grave, pero no. No estaría diciendo la verdad. ¿Sabés qué hice? Alcé mis ojos al cielo, y le pregunté a Dios: ¿Por qué? y esto es porque “a veces sí, a veces no”
Mi esposo, cuando hablamos con matrimonios, tiene una expresión que me encanta. Él dice que amar es una decisión y que no podemos ser como el guiño del auto que indica que vamos a doblar. A veces sí amo, y a veces no amo.
Y no se trata de amar a Dios a veces sí y a veces no. Se trata de que muchas veces mis emociones, mi alma, no están en la misma frecuencia que lo que sabe y cree mi espíritu. Y estas cosas no me asustan, ni me hacen sentir culpable. ¿Sabés por qué? Porque Dios me ama. Y su amor es permanente. Cuando mis pensamientos se alejan de esta verdad por distintas circunstancias que me toca enfrentar, y me enredo, ya no con cables que pueden tirarme al suelo sino con amargura y resentimiento, la Palabra de Dios aparece cual salvavidas al que aferrarme.
Elías había desafiado a muchísimos profetas paganos contando con el respaldo de Dios. Los desafió y los venció porque tenía al único y verdadero Dios de su lado. Poco después, una mujer poderosa lo amenazó de muerte, y este hombre, que había visto con sus ojos el obrar tremendo del Dios en quien había creído, se deprimió y se aisló. ¿Qué hizo el Señor? Lo fue a buscar. ¿Lo sacudió? ¿Le dijo qué te pasa, acaso no te demostré mi amor y mi poder? Cualquiera de nosotros lo hubiera hecho. ¡No! Dice la Biblia que le habló con un silbo apacible. Dios no llamó su atención con gritos sino con un susurro acariciante, lleno de su paz. Todo esto se encuentra en 1ª. Reyes capítulos 18 y 19.
Nos pasa con mi esposo que vemos algunas veces a nuestros hijos, adultos ya, pasar por alguna situación en la que podríamos asistirlos, ayudarlos, proveerles, y no acuden a nosotros. Y se arreglan solos. Esto en el mundo natural es señal de madurez. Pero no es así en el mundo sobrenatural en el que Dios nos dice que somos sus hijitos y que en la relación con él, en la dependencia de él, en la confianza total y absolutamente depositadas en él, seamos como niños.
Gracias, Padre, porque una vez más me buscaste con ternura, recorriste mis heridas, perdonaste mi enojo cuando te lo confesé arrepentida, y hablaste a mi oído con un susurro amoroso. Dame las fuerzas para ser “cada vez más SÍ, y muchas menos veces no”. Te amo, Señor.