Mi esposo y yo somos gente de departamento. Actualmente vivimos en uno, obviamente distinto a los anteriores. Esta realidad nos convierte en gente un tanto especial. En realidad, acá no iría el plural. Debo decir y reconocer que “me” convierte en una persona un tanto especial.
Es porque tengo una relación un tanto extraña con la naturaleza. Para mí un bicho “bolita” no es romántico. Es un bicho. No lo dejo caminar por mi mano, observando atentamente sus movimientos. Me impresiona, y si ninguno de mis nietos está cerca, lo coloco rápidamente sobre el pasto y lo despido alegremente.
De todos modos, el ser madre de dos y abuela de cinco más algunos que se han sumado a lo largo de mi vida ya sin parentesco “real” pero sí emocional, me llevó y aún me lleva a participar de la vida y la muerte con funeral incluido de algunos especímenes que podrían haber pasado cerca de mí sin que siquiera lo notara, o lo que es peor, siendo evitados con asco.
Recuerdo una vez en que nuestro hijo Matías, de unos 8 años, fue de excursión a un lugar y “pescó” un bichito. Contento cuando lo fuimos a buscar, venía con su mitad de botella plástica, con agua de procedencia dudosa, y el pescadito nadando contento en su interior. A todos los otros nenes se les murieron prácticamente ese mismo día. El de Mati no. Tuvimos que comprarle comida, aprender a alimentarlo, y hasta ponerle nombre. Duró lo imposible. No recuerdo bien cuánto, pero mucho. Hasta que un día, apareció muerto. Por lo tanto hubo que organizarle un funeral, por supuesto en el baño. Estábamos mis hijos “dolientes” y yo alrededor del inodoro, dispuestos a tirar al difunto para que fuera a parar al río y que se terminara la historia. Pero ahí los chicos me pidieron que orara. A mí, que quería deshacerme de ese momento lo antes posible para seguir con mis cosas. Así que mientras ellos gimoteaban, di gracias a Dios por el tiempo que habíamos tenido al pescadito con nosotros, por la alegría que les había dado a los chicos, y apreté el botón.
Toda esta introducción para contarte que amo la naturaleza, pero vista desde la ventana con mosquitero por las dudas. Me gusta en verano estar a la sombra de los árboles, pero un mosquito que me pique me cambia la “onda” enseguida. Me gusta pisar el pasto mullido, pero nunca descalza, por si se me sube una hormiga y hace “estragos” en mi piel. Todas estas “locas” actitudes mías sirvieron para desarrollar en mi esposo una paciencia tremenda.
Hace algunos años que Dios nos da la posibilidad de irnos de vacaciones a una casita cerca de la ciudad, rodeada de árboles y que además tiene pileta. Al tener tantos árboles, algunos altos y viejitos, inundan nuestro parque de hojas secas. Mi esposo, pacientemente, las junta y hace montoncitos. Los chicos a veces lo ayudan, pero se cansan fácilmente, porque es una tarea que no acaba nunca. Él las junta, y sopla una leve brisa y nuevamente, es como si no hubiera hecho nada.
Pero tenemos un vecino que tiene un “soplador” de hojas, que hace mucho ruido, pero que limpia el parque en un santiamén. Debe ser parecido a los que hay en las plazas.
¿Escuchaste alguna vez ese dicho de que “a las palabras se las lleva el viento”? Sabrás que esto no es cierto. Es un dicho popular, pero el viento se llevará a las más livianas, a las dichas por personas poco interesantes para nosotros. Pero me refiero a las otras, a esas que quedan en nuestra mente, y dan vueltas, y ensucian nuestros pensamientos, y cambian nuestros paisajes, marcan nuestras vidas, traen temores, inseguridades, dolor, y adquieren un poder que no queremos darles, pero que se lo toman ellas solas, a veces incluso sin nuestro permiso. Esas palabras que tienen diversos orígenes, pero que siempre son dichas por personas que tienen alguna autoridad sobre nosotros. Esas palabras que una y otra vez nos recuerda el diablo para atormentarnos. Para esas vendría bien un “soplador” potente, ruidoso pero eficiente, que se las llevara lejos, de manera tal que no las escucháramos más y por lo tanto no nos afectaran.
Pero… ¿Qué estoy diciendo, Padre? ¿Me estoy preocupando por esas palabras que resultan de maldición, y por el efecto que causan en mí? Gracias, Señor, porque tu Espíritu no sólo me revela hoy esto, sino también porque es el gran “soplador” de malas palabras, el ahuyentador de pensamientos de derrota. Y así como huyen de mí estas “hojas secas”, vienen a mi mente y a mi corazón aún con más fuerza tus Palabras de vida eterna, de aceptación, de amor, de contención, de cuidado, de protección. Gracias, Padre por esta realidad que se cristaliza hoy en mí, y ya no necesito seguridad. Ya me siento segura.