El puerto de Río Gallegos contaba, en la década de los 60', con una importante estructura que se ocupaba de transportar carbón. El mismo provenía de Río Turbio al suroeste de la ciudad que en aquel entonces contaba con poco más de 14.000 habitantes. Solo, como ya había transitado la mayor parte de su vida, Papá llegó con sus casi veinte años a ese lugar de trabajo. Los inviernos eran de una blancura que atravesaba los huesos, la estepa patagónica se volvía aún más monocromática. En la tarea ardua de aquel inhóspito lugar al que fue confinado, conoció a Máximo Paredes de unos destacados ojos verdes, de semblante estoico, de pocas palabras igual pero de una gran comprensión sobre la necesidad ajena. No pasó mucho tiempo hasta que lo acogió como si fuera un hijo más. Ese hombre fue utilizado para cambiarle el destino a Papá.
Mi abuelo, Máximo, falleció cuando yo tenía apenas un año de vida, tejió una historia que sigue escribiéndose hasta el presente. Posiblemente nunca lo imaginó, pero logró ver cómo se cimentaron las primeras bases de esta familia. Le presentó a su hija menor, Elena, y al poco tiempo estaba celebrando junto a ellos su compromiso, y el casamiento meses después: el 12 de enero de 1974. Papá comenzaba a transitar un camino profundamente desconocido, uno con el que buscaba revertir su propia historia.
Para ese entonces, ya había dejado su trabajo en la antigua Yacimientos Carboníferos Fiscales (YCF), para realizar trabajos en Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Mamá recuerda algo de las primeras experiencias de vida cotidiana: toda la ropa de Papá estaba siempre perfectamente bien doblada y ordenada por colores, propio de su instrucción en la marina. Ella no sabía cocinar, era una tarea de la que se ocupaba Papá -un adelantado para su época-, pero siempre cuenta entre risas que era él quien le hacía los ruedos de los pantalones y de las polleras, porque ella no sabía hacerlo. Las noches eran más complejas, las pesadillas eran recurrentes, “dormía como si peleara con alguien”, relata Mamá, quizás peleaba con su propio pasado, con los recuerdos dolorosos. Le costaba el descanso profundo, ella era la responsable de orar -siempre explica-, en aquellos episodios de sobresaltos nocturnos.
Así comenzaron a transitar una vida juntos y dos años después llegó Daniela. Papá tuvo acompañamiento de una psicóloga durante un tiempo que le dijo certeramente que su primera hija sería un antes y un después en su vida, algo que suena lógico para un padre primerizo, pero el mensaje era otro: él que nunca había tenido padre iba a poder ejercer esa paternidad y quien le daba esa posibilidad, su primogénita indudablemente iba a sellar su vida.
Papá ya había tenido esa charla privada con Dios, antes de ser padre. Ahí estaba, con su fe como bandera e incorporando a su vocabulario una palabra que le era extraña hasta entonces, pero iba a empezar a escucharla en boca de su primera hija. Se ve que aquella experiencia fue satisfactoria y fueron por más: dos años después llegó Maximiliano, en realidad Víctor Maximiliano. El más parecido físicamente de todos nosotros a Papá, alguien en quien Papá se ve reflejado en tantísimas cosas. Mi hermano despertó algo diferente en su paternidad, comparten aventuras que son sólo de ellos: madrugadas de pesca, el trabajo en el taller, charlas de ellos. Son muy diferentes pero se encuentran siempre y, sin decirlo, están tan pendientes uno del otro. Pero la descendencia continuó: en 1981 nací yo. Ese año, Papá tomó una decisión radical en su vida laboral y decidió que sería su propio jefe y renunció a su trabajo para abrir su taller, uno que se convertiría en un sello familiar.
Aún abierto, hace 40 años, fue una de las principales fuentes de sustento de nuestra familia y hoy lo es para la familia de mi hermano. En su paredón principal aún dice: “Taller Don Víctor”. En 1981 dio ese paso convencido de que era lo mejor y una vez habilitado comenzó junto a Mamá a construir la casa en la que todos nos criamos y que aún permanece de pie, como un símbolo de las buenas cosas.
Hacia 1983 el tablero se completó y llegó Natalia. Tan distinta, tan desenvuelta y tan ella desde pequeña. Era encantadora, muy a mi pesar que me sentía un poco destronada entonces, pero su belleza era indiscutible, su sonrisa y contestaciones aún nos sacan risas continuadas cuando repasamos el anecdotario familiar. El oído de Papá ya se había acostumbrado a escucharnos llamándolo “papá”. Su aprendizaje era doloroso, admite, porque no era demostrativo. No lo recuerdo cariñoso con nosotros en esa etapa, pero Mamá suplía tan bien eso, le sobraban abrazos, besos y caricias.
1986 fue un año de pérdidas. Un sonido que aún recuerda vívidamente, un escenario dantesco, marcó el 14 de marzo de 1986. Desde el lavadero de nuestra casa se veía el taller, nos separaba el patio, un terreno que le había pertenecido a nuestro abuelo Máximo. Desde esa ventana vimos arder el taller, un descuido de un empleado facilitó la combustión. La fuente laboral de Papá ardía ante nuestros ojos mientras la sirena de los bomberos musicalizaba aquella imagen. Yo tenía sólo cinco años y, sin embargo, conservo una imagen de aquella tarde en la que ya había oscurecido y que tristemente se iluminaba con el arder de aquellas instalaciones. Pero al día siguiente recuerdo un desfiladero de gente en el patio: vecinos llevando comida, ayudando a limpiar, a pintar, animando a Papá, a “Don Víctor” que ya contaba con una trayectoria de buen vecino, de hombre honesto, de alguien abocado al trabajo y que hacía de su fe en Dios una razón de vida.
En la laberíntica historia, Papá volvió a tener contacto con Clorinda M. quien reapareció después de muchos años cuando nosotros éramos pequeños y Mamá la recibió en casa. La sorpresa es que llegó con una niña a la cual había adoptado. Fue la única vez que la vi. De rasgos duros, prominentes, un semblante poco afable, y rulos oscuros. No tengo más recuerdos sobre ella, Papá siempre nos contó su historia, sabíamos que ella lo había dejado cuando era un niño y la sola idea me resultaba tan incomprensible como cruel. Pero Papá era superador en sus dichos, “mal o bien, es la madre que tuve”, nos repetía siempre y nunca lo escuché hablar mal de ella.
En la historia de esfuerzos y pruebas superadas de Papá y Mamá, porque todo se escribe con ella como parte indispensable, nos dieron a nosotros cuatro la posibilidad de ir a la universidad. Estudiamos en La Plata, nos desarraigamos a los 19 años de nuestro lugar, de nuestra casa y nos embarcamos en esa aventura. Uno de esos veranos en los que todos confluimos en casa, a Papá le avisan que Clorinda estaba agonizando. Se encontraba en Catriel, el pueblo donde comenzó todo. En ese pueblo Clorinda conoció a Juana -la madre biológica de Papá-. Desde Río Gallegos, se subieron al auto y emprendieron el viaje para acompañarla en esas últimas horas. Cuando lograron verla, la que tomó la palabra fue Mamá: “Yo te voy a pedir sólo dos cosas, si tenés una foto de Víctor de niño porque para él sería importante tener algo de su niñez y si tenés algún dato, el que sea de su madre”. El silencio selló aquella charla. Mamá siempre tuvo la convicción de que por mucho tiempo Clorinda supo cómo dar con Juana y nunca, pese a recurrentes pedidos, quiso decirlo. A los pocos días falleció y Papá se despidió de ella para siempre. Seguramente le dijo “gracias” y un necesario “te perdono”.
Aquella fue una etapa cerrada. Por entonces, vivíamos con Maxi y Natalia en La Plata. Papá nos invitó a ir juntos a Jujuy, algo de él quería reconstruir ese pasado difuso y signado por el abandono y el dolor. Fuimos hasta General San Martín donde transcurrió parte de la infancia de Papá. Ya en la ciudad, a mano derecha de la ruta reconoció el edificio que había sido su escuela rural, donde había escuchado por primera vez que alguien lo llamara Víctor. Recordó el camino a caballo y se dio cuenta que no deberíamos estar muy lejos del campo donde Clorinda lo había dejado al cuidado de aquel hombre que conocía de castigos y agravios. Hasta allá nos llevó el camino y su memoria.
En la tranquera del lugar había un hombre marcado por el paso de los años, con un sombrero, una camisa a cuadros y una parsimonia exasperante.. Papá se presentó, le dijo a aquel hombre que había vivido en ese campo de niño, que había trabajado en él. “Vos sos Carlitos”, le replicó. Ahí estaba su padrastro frente a él, llamándolo Carlitos, atónito, desconcertado por el destino. “Soy Víctor” respondió Papá y lo abrazó. Nos presentó, le presentó a Mamá, le contó que se casó, que tenía una familia y posiblemente, para sus adentros, le dijo que ya lo había perdonado.
Pasaron muchos años de aquel viaje hasta que Papá volvió a hacer alguna referencia a la necesidad de desentrañar sus orígenes maternos. Era una inquietud que pendulaba y que como familia, todos ya mucho más grandes, nos motivaba a buscar algún circuito por el que acceder a algo de información.
En marzo de 2014 un llamado telefónico revirtió la ecuación de manera inesperada. Utilizando un sistema de búsqueda de datos, di con una dirección y un número de teléfono de una señora llamada Juana Zatinea Salinas. Una señora de 84 años, que vivía en José León Suárez. Papá tenía 66 años, la edad más o menos, daba con lo que siempre habíamos calculado, que su madre lo tuvo cuando era muy joven, no más de 18 años. Teníamos otro dato, era chilena y se encontraba posiblemente indocumentada en el país.
La historia de ese encuentro excede a este espacio. Fueron necesarios muchos intentos, con negativas y ocultamientos. Hasta que se escucharon estas palabras a través del teléfono:
-
Perdón, le mentí antes. Yo soy Juana, soy la madre de Víctor, pero nunca le dije a nadie que había tenido un hijo, nadie me había hablado de él hasta hoy.
Mamá le dio la noticia a Papá. Lo siguiente puede resumirse en abrazos entre ellos con lágrimas y más lágrimas. Después de varios minutos, Mamá siempre escudera de las emociones de Papá, tomó el teléfono y marcó el número de Juana. Se presentó, le dijo que estaban ansiosos de conocerla, que durante todos estos años no había un solo sentimiento de rencor, que ellos eran pastores y le dijo a Juana, palabras más, palabras menos: “Nosotros aprendimos a amar la situación de Víctor, aprendimos a perdonar y a seguir. Hoy Víctor tiene su familia, tiene cuatro hijos y Dios lo hizo posible”. Después, vino el momento ansiado por años, imaginado pero nunca guionado: Papá habló con su madre a los 66 años. Sin saber cómo llamarla, hablaron, se escucharon. El resto, también les pertenece a ellos dos, como la historia de dolor que los separó.
A la semana Papá llegaba junto a Mamá a Capital Federal. Estaba mi hermano con quien sería su esposa tiempo después. Contratamos una Traffic y emprendimos el viaje del reencuentro. Teníamos la dirección, todo ya había sido coordinado con María, la hermana que aparecía en la vida de Papá a los 66 años. Estábamos ansiosos. El motor del vehículo se apagó e identificamos el lugar; bajamos en orden y con un silencio cargado de expectativa. Era una estrecha escalera a la intemperie por la que debíamos subir, su departamento se encontraba allí arriba. En la puerta nos aguardaba María, que no contuvo las lágrimas. Juana se encontraba sentada en un sillón junto al ventanal vestido con una cortina blanca que permitía el ingreso de la luz natural. Papá fue el primero en ingresar a la vivienda, y conducido posiblemente por el impulso más primigenio, sin dudarlo y sin intermediar palabras, se arrodilló al regazo de su madre. Ella lo abrazó inmediatamente. Lloraron y las lágrimas fueron el saludo inicial. Allí estaba Papá, el hombre de tez dura, de manos grandes y marcadas por el trabajo, a quien en escasas ocasiones habíamos visto llorar, de más de 1,75 de altura y espalda grande, arrodillado, quebrado, entregado por completo.
“Lo primero que quiero decirte es que yo nunca te abandoné, Clorinda te robó, yo un día volví y ya no estaban, pero yo nunca te abandoné”, dijo Juana entre lágrimas con todos nosotros de testigos. El misterio se había develado. Papá escuchó que alguien en esta vida lo había deseado y que, por el contrario, no se había deshecho de él como si nada valiera. El llanto fue aún mayor pero trajo un alivio que modificó su rostro. Ese día a los 66 años, su semblante mutó, su recurrente pregunta tenía una respuesta. Hubo otras revelaciones para su alma y nuestra historia familiar.
Juana estaba decidida a demostrarle que ella lo había deseado y que nunca lo entregó, que le habían arrebatado a su niño de pocos meses. “Vos te llamás Víctor Manuel porque mis dos hermanos se llaman así”, le dijo a continuación y le mostró unas fotografías en blanco y negro de ellos. Y allí estaba. Por primera vez, Papá se encontraba parecido a alguien.
Ella con sus 84 años quiso revelar su verdad, una que tenía muy guardada. Contó que ni sus padres supieron de aquel embarazo producto de un noviazgo fugaz y que, al enterarse de su situación, se fue a Neuquén a Catriel, donde conoció a Clorinda. Trabajaba como su doméstica y fue quien le prometió que para que no tuviera problemas con sus padres, la mejor opción era que la acompañara a Buenos Aires para tener a su niño allí y que siguiera trabajando para ella. El desenlace ya lo conocen. Pero Juana contó escenas dolorosas, de golpes y maltratos sufridos aun estando embarazada. Ella habló de odio, de una persona horrible, se tapó los ojos aún cargados de lágrimas, con sus manos también cansadas de trabajar y no pudo volver a nombrarla. Mamá se acercó y la abrazó y le dijo: “No la odies, ya está, ella también le hizo mucho daño a Víctor y aprendimos a perdonarla”.
Charlaron por horas, vieron fotografías, se contaron sobre sus caminos familiares durante todos estos años y Juana volvió a aclarar algo: “Yo te busqué por mucho tiempo, sólo sabía que te habían llevado lejos, pero yo era menor de edad, estaba sin documentos y sola”. La soledad, finalmente, fue el sentimiento que los signó cuando fueron separados. Cuando nos despedimos, Papá le dijo: “Adiós, mamá”.
Ellos continúan en contacto, se ven cada vez que Papá y Mamá viajan a Buenos Aires. Se tratan como “hijo” y “madre”, se hablan en tono suave de voz. Se quieren y ya no ahondan en el pasado, seguramente como una manera de seguir hacia adelante y porque para ambos ese pasado fue oscuro, doloroso y con una ausencia del otro profundamente significativa. Con el correr del tiempo, Papá se reencontró con su otra hermana Cristina y sumó afectos a una vida que había estado signada por las carencias.
Papá y Mamá, desde hace más de veinte años, son pastores en Río Gallegos. Él se convirtió en un padre para tantos, sin tener el propio y una vez más él me recuerda que aprendió a disfrutar de tener un padre cuando conoció a Dios. Papá tiene cuatro hijos, cuatro nietos, una nuera que lo desestructura mucho, con una risa poderosa que le saca una sonrisa en más de una ocasión.
Pienso en ocasiones en que su historia no fue su pasado, sino cómo logró reponerse a sus antecedentes de ausencias, despojos, humillaciones y dolores, para replicarse en incontables personas. Empezando por nosotros, sus hijos. Con mis hermanos siempre coincidimos que uno de los mejores sentimientos que nos gobierna cuando nos referimos a Papá, es el orgullo. Él es un ejemplo en toda su forma de vivir y eso no significa que no tengamos diferencias, me atrevo a decir que he sido de los cuatro la que más confrontaciones ha tenido con Papá en otros momentos de mi vida. Pero nunca se modificó en mí la admiración por su mensaje de permanente superación. Porque Papá es alguien creíble en todo lo que hace, en todo lo que dice, su vida es coherente.